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El vendedor de esperanzas

Camilo Correa, de unos 22 años, se despertó a las 6:00 a.m. con más energía que ayer y menos que mañana. Listo para comenzar un nuevo día, siempre repite la misma rutina de prepararse un café, bañarse, arreglarse para dejar su humilde hogar en la comuna 16 y ponerse cara a cara con la lucha a la que se enfrenta diariamente: sobrevivir, ¿a qué?, al desconsuelo, a la frustración, o quizá sobrevivir a la desgracia de que el pequeño hilo del que cuelga se rompa, porque tal vez, más que otros a “El Pito”, como le dicen algunos, le toque arreglárselas como sea, le toque rebuscar todos los días el pan que comerá antes de irse a dormir, pero mucho peor a “El Pito” le toca luchar a ciegas hasta la noche para saber si ese hilo ya es una cuerda, o como en varias ocasiones le ha ocurrido, ese hilo ya se está deshilachando hebra por hebra.

 

Cogió la ruta 179, y recorrió toda la ciudad, de línea en línea, hasta agotar todos los trayectos posibles, “no para llegar a mi trabajo, sino para llegar lejos, porque este es mi trabajo”, “El Pito” canta en los buses, y no se avergüenza de lo que hace, porque es con amor y pasión, él vende canciones llenas de esperanza con esas personas que tratan de disimular la amargura, pero con caras de cansancio. Expresa todo lo que siente y todo lo que ve por medio de la música, por medio su el rap.

 

“A veces esos buses están llenos y ni cabemos nosotros, pero hay días en que no hay público”, afortunadamente, ese lunes por la tarde, si había espectadores: estaban una joven de unos 19 años, jeans ajustados, camisilla rosada y zapatos bajos, pinta perfecta para una universitaria, que iba por fin a su casa, orgullosa de su promedio y merecedora de un buen descanso. Un típico empresario, con su traje Armani, zapatos y correa Guess, pegado de su teléfono móvil. También  una niña vestida de colegiala, falda escocesa, camisa blanca ya arrugada de tanto jugar, junto con su madre, que vienen del colegio y no muy contentas, pues se notaba en  la señora un gesto de decepción y en la pequeña más culpa que cualquier otra cosa. Todos ellos pasaron por la registradora, entregaron el dinero al conductor esperando llegar a su destino.

 

A diferencia de estas personas, dos muchachos vestidos informalmente, con los jeans menos ajustados de lo esperado y un diseño extraño que hace creer que su columna comienza por la altura del muslo, camisas talla extra grande que hará verlos con un estilo más urbano, gorras al revés y cadenas llamativas, se saltaron el torniquete para no pagar nada sino para que a ellos les paguen.

 

Esos eran “El Pito” y su compañero “Chiqui”, que su rostro y su apodo revelan unos 15 años. “Más violencia no, yo no quiero que la gente me saque un cañón, yo quiero que la gente viva del amor…” es el mensaje que cantaban para todas estas personas. Aclararon que más que dinero buscaban la felicidad de todos los pasajeros, así se conforman con unas cuantas monedas en el bolsillo, con las cuales puedan calmar la ansiedad de un escaso bocado de comida que los haga sentir conformes después de un día arduo de sufrimientos y humillaciones.

 

Para cumplir con la rutina que comenzó a las seis de la mañana, antes de ir a dormir compondrá una o dos canciones más, con sus letras tan profundas, que logren cuestionar al público desatento, y me revela un poco de lo que ya tiene ideado para su próxima función: “¿Dónde empezó la soledad de esa gente que veo al caminar?, será rencor por sentirse manejados como marionetas por un gobierno poco confiable o es que el progreso les cobra con melancolía”.

 

Termina su jornada, su misión, su trabajo, o como se quiera llamar, diciendo: “Vivir no es solo existir y crear, saber gozar y sufrir y no dormir sin soñar. Descansar es empezar a morir”. Y quizá algunos despertaron de su pesadilla eterna, donde solo soñaban consigo mismos y por primera vez escucharon algo que los dejó perplejos y como siempre lo anheló Camilo, abrieron los ojos, les dejó de importar el futuro y empezaron a vivir en el presente que es lo seguro.

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